sábado, 15 de septiembre de 2007

Chapter: Lila used to say (Diálogos Sucidas VIII)



Después del habitual café bohemio de los martes a las cinco, me llevó de la mano por la vereda sombreada del parque, seguro ya lo había planeado. Por supuesto que accedí sin reparar en mucho detalle, aunque nuevamente sí en la longitud del escote, lo mini-de-la-falda y el azul eléctrico de los ojos, qué se puede hacer en ese caso de jugada pre-fabricada.

Me sentó en la banca sin brusquedad, pero tampoco la consideré dulzura, y empezó su inspección sin mostrar respeto alguno, como era su costumbre; me hizo mostrarle mis muñecas sin los brazaletes que siempre llevo puestos para ocultar ciertos resquicios de mis antiguos días con respectivos errores, registró los bolsillos de mi chamarra, tomó los cigarros de uva que llevaba yo en mi bolsillo derecho, denunciando que fue sorprendente el conocimiento de mis hábitos y supersticiones porque nadie sabía (más que usted , un amigo y yo) que a pesar de que casi siempre el bolsillo izquierdo guarda el tabaco, los malos días sistemáticamente preparados, coloco los cigarros a manera contraria a la habitual a manera de advertencia íntima “Hoy no va a ser un buen día” y los tiró. La señal fue dada, eso no acabaría bien. Alzó mi cabeza boca-arriba, observó la cicatriz rojiza a la a altura de la garganta, me tomó por cuello de la camisa, levemente la estiró y pudo comprobar el rumor que seguramente habría escuchado del que ahora califico como “mal amigo” y a veces de “simple traidor” sin tener la certeza de cual de todos los aspirantes al título, otra gran marca ahora permanente a la altura de mi corazón, una linda “L”. En ese momento de lo que ahora no sé si llamar ligera tortura o enorme satisfacción, buscaba insistente los ojos de Lila, la cual sin mostrar nada (¡Nada! Ni repulsión, ni placer, sólo nada) me parecía más maniquí de la quinta-avenida que la mujer responsable de un permanente atentado terrorista a mi status de “humano”.

La odiaba, con todo lo que me gusta llamar “alma”. La odiaba y me enamoraba la idea, era seductor, excitante eso del odio a Lila, y estaba seguro de que a ella no le importaba. Seguramente pensaba en mí: “el tipo que me hace cartas raras que no voy a responder, el que se queda viendo mis senos cuando finjo interés en el guitarrista del escenario al tomar café (por eso me encanta mi escote), un perdedor simpático de agradable charla, prescindible”. Es obvio que Lila resultaba más que seductora, jugaba con sus víctimas ocasionales, dependiendo del color de su estado de ánimo podrías verla acompañada de un atractivo y espigado chico, probablemente menor que ella, clase boy-toy-en-auto-deportivo-rojo, después la podrías observar con un impactante caballero que podría ser un buen domador de osos tomándola de la cintura, mostrando su Lila-trofeo en el antro de moda, luego la verías a ella con otra linda, alguna chica tal vez comparable en estética femenina y aire snob de fiesta en el club lounge de la misma Lila, pero discretamente rendida al capricho de esa malvada mujer y finalmente conmigo en un café del centro de la ciudad, Lila y su amigo el extraño que conoció en un recital de poesía en la casa de otro extraño, pero este sí era artista. Yo soy el chico que frecuentaba con incierto interés para platicar de cualquier tema filosófico o “algo así. Era la más digna poseedora del título “Femme Fatale” que conocí jamás y además una excelente actriz. Mi odio nace por un una entrañable envidia, se desarrolla al saberme dentro de su colección de accesorios de noche, se reproduce por la simpleza en que mueve su franco interés por seguir usando su fresca imagen-mariposa-sabor-manzana-del-pecado-original y muere estampado en el piso por el efecto de la gravedad en las gotas de jugo de mandarina que cayeron por mis labios, originalmente destinado a la tersura de los suyos pero redirigidos al momento en que los transportó hacia mí en delicioso y húmedo encuentro, comúnmente llamado beso.

Cuando empecé a salir con Lila, pensé que no podría jamás ser más idiota al dejarme impactar por la escultura y el genio de la mujer. Por más que intenté, no pude resistirme a lo que, para abreviar, llamaré “sus ojos” y quiero que usted recuerde el cliché número tres de los ojos, en particular (le daré la pista) de sus propiedades místicas de ventanas del “alma”. En reciprocidad al embelesamiento que otorgaba su compañía, di a Lila acceso Very-Important-People a mi mente, copia y original de mis pensamientos y gran cantidad de sueños. Al paso de un par de semanas, la descubrí una nueva clase de vampiro, sin mordeduras románticas, que ataca sólo través del carisma en las palabras, una deseable imagen y refinado arte de proporcionar las tres caricias suficientes para potencialmente matar, definitivamente mucho más poderosas que la quijada, pero con la misma ansia de absorber la esencia de la vida ajena para conservar la propia de manera anacrónica. Algún oscuro dios me sentenció a enamorarme de aquella mujer que no podría ser menos que imposible, mi cuerpo y habla cedieron a la primear oleada de sus fuerzas y la voz de mi buena razón se veía minimizada al nuevo imperio. Lila’s rules.

Un par de noches me acompañaba, pero generalmente el paradero exacto de Lila me era un enigma tan grande como su edad, que de lo único que se tiene certeza es que no es la que creo ni es demasiado lejana a tal. Era el aire y solo eso. En las ocasiones comunes de vida sin la dama del aura boreal, acostumbraba vagar por los sitios de la no muy lejana adolescencia en mi ciudad, los lugares comunes de mis pasadas y viejas amistades, mis residencias en la tierra de nadie. La paz de mis, casi siempre, caminatas solitarias en mayor parte se ocupaban en la obsesión de unos ojos azules eternamente lejanos, de una alma misteriosa y ausente aún con su respectivo cuerpo al tiro de mis ojos, del ondulado vestido que le lucía tan bien cuando mis manos se lo quitaban de la ebúrnea piel. Creo haber entendido en una de ellas que la vida sin Lila ya no se presentaría jamás como algo factible, estaba despertando al terror de saberme atado a un lastre invisible que gradualmente pudría las alas que desplegaba cuando tenía la certeza de ser libre y la resultante era: “Me agrada el odio naciente, más escarlata que el amor”

Quiero ahorrar las horas en que la mente dejó de sumergirse para tocar fondo, lo sabe usted ahora, Lila sonaba por todos lados, la noticia de última hora; la risa que escapaba de sus labios y sus últimas frases, “Hoy encontré un par de flores en la ducha, y eso que estoy en un quinto piso…”. Cuadros de Van Gogh son los días en que cansé de esperarla empecé a buscarla y lanzarme a la calle y gritar su nombre desesperadamente, son un sublime recuerdo, porque claro que los sigo teniendo. Pero como un hombre y solo eso a fin de cuentas, hacerlo solo es lo que me deprimía y lograba acarrear la pesadez de mi mano hacia la navaja y la de la navaja hacia mi muñeca y en ocasiones en un parpadeo a la superficie de mi pecho. No me amaba yo tanto como para terminar la maniobra, en cambio jugaba a las heridas que distraen la mente a una urgente ambulancia o al hospital y obligadas terapias no-me-vuelvo-a-intentar-matar… de nuevo. Nunca di una señal más, pero mis actos hablaban más que yo para todos. Si en algún momento pensé en llamar la atención de Lila de manera tan melodramática, nunca lo hubiese logrado mejor que aquel día que ya escribí, cuando me sentó en la banca del parque, solo que estúpidamente jamás fue la intención. Me había sujetado por la camisa, asomado sus ojos a mi pecho y quedado estática. Ni un parpadeo, a lo lejos saludaba la muerte con desgana, ¿querría descansar? Ya no lo supe, por el color solferino de la tarde y la navaja que encontró del bolsillo izquierdo su camino a la garganta cuando Lila cantaba con los ojos, y espetando por los labios… “lovely, lovely times, nothing but: ¿No pensarás que te amo en serio?”

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